La Ley de Memoria Democrática: un sólido avance para España
La reciente aprobación en España de la Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática constituye un sólido avance para el reconocimiento de las víctimas de la guerra de España y la dictadura franquista, así como para implementar una política pública integral de memoria democrática en pro de la convivencia pacífica y los valores constitucionales.
El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 inició una guerra en España (1936-1939) que dio lugar a la dictadura franquista, caracterizada por una cruenta y duradera represión. Sin perjuicio del progresivo debilitamiento del régimen franquista provocado por su falta de legitimidad y las luchas democráticas de diversos actores políticos y sociales, solo tras la muerte del dictador Francisco Franco, en 1975, se abrió la posibilidad de iniciar el proceso de transición a la democracia, que desembocaría en la vigente Constitución española de 1978.
La llegada de la democracia prescindió de un verdadero proceso de justicia transicional. Las dificultades propias de la transición, como evidenció el intento de golpe de Estado de 1981 (23F), hacían impensable que la memoria histórica ocupara un lugar central en los albores de la democracia española. La necesidad o voluntad de mirar al futuro fue otro factor determinante: ya durante la dictadura, la principal fuerza de la oposición democrática, el Partido Comunista de España, que operaba entre la clandestinidad y el exilio, había abogado por la reconciliación nacional en 1956.
Lo cierto es que la transición y el sistema constitucional de 1978 se habían construido en virtud de un pacto tácito de silencio sobre el pasado. El olvido institucionalizado en la transición se superponía, no hay que olvidarlo, a una memoria colectiva marcada por el miedo privado de los perdedores y por una dilatada política de la dictadura dirigida a la reparación y exaltación de los ganadores.
Si bien la Constitución española de 1978 contemplaba un diseño institucional de un Estado social y democrático de Derecho homologable al de cualquier país avanzado, el olvido fundante del nuevo sistema político provocaba una legitimidad autorreferencial del nuevo sistema político: en el discurso oficial, hegemonizado por los medios de comunicación, la democracia se asocia al mito fundacional y desmemoriado del consenso.
Sin perjuicio de la exitosa construcción de un periodo de estabilidad constitucional en España hasta nuestros días, las consecuencias sociales de este pacto de olvido son fáciles de entrever: la irrelevancia del pasado —salvo menciones superficiales al enfrentamiento entre españoles—, el desconocimiento de las luchas democratizadoras y la ausencia de reconocimiento a las víctimas de la guerra y la dictadura, que todavía yacen por miles en fosas comunes, en contraste con las exigencias del Derecho internacional de los derechos humanos.
Aunque durante las primeras décadas del sistema constitucional de 1978 se aprobaron algunas normas orientadas a la reparación de las víctimas de la guerra civil y la dictadura, el verdadero precedente de la reciente Ley de Memoria Democrática es la hoy derogada Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura. Esta Ley, conocida popularmente como Ley de Memoria Histórica, fue impulsada de manera decidida por el entonces presidente Zapatero (PSOE), quien se hizo eco de la pujanza de un movimiento memorialista que, a partir del año 2000, sin respaldo institucional, logró poner el foco de la opinión pública en la desmemoria y el desamparo de las víctimas.
Si bien la Ley de 2007 fue tibia en sus contenidos, logró asentar en la agenda política española la cuestión de la memoria y los derechos de las víctimas de la dictadura, lo que viene generando desde entonces una férrea reacción de rechazo desde las derechas política y mediática, que reprochan a los sectores progresistas una voluntad de “reabrir heridas” y romper el pacto fundante de la Constitución de 1978.
La tibieza de la Ley de Memoria Histórica de 2007 se revelaba en el exiguo papel que asignaba a la Administración pública en relación con las fosas comunes, limitándose a facilitar o subvencionar las tareas de localización e identificación de las víctimas. En cierto modo, este rol secundario de la Administración llevó al conocido juez Baltasar Garzón, titular del Juzgado Central de Instrucción núm. 5 de Madrid, a iniciar en 2008 una investigación sobre crímenes contra la humanidad a raíz de las denuncias presentadas por asociaciones memorialistas, una iniciativa finalmente abortada y que pondría en problemas judiciales al propio Garzón, lo que aumentó la sensación de anomalía democrática y desamparo de las víctimas.
Tras los sucesivos Gobiernos del Partido Popular (2011-2018), que optaron por inaplicar la Ley de 2007, la llegada a la presidencia de Sánchez (PSOE) propició una nueva oportunidad a la memoria histórica. El nuevo Gobierno acordó en 2019, con gran impacto simbólico, la exhumación de los restos mortales del dictador Franco del Valle de los Caídos.
En 2020 se formó un Gobierno de coalición progresista entre el PSOE y Unidas Podemos cuyo acuerdo programático contemplaba diversas medidas para la recuperación de la memoria democrática, creándose a tal fin la Secretaría de Estado de Memoria Democrática, adscrita al Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, gestionado por el PSOE.
El Gobierno de coalición impulsó el pasado año un Proyecto de Ley que, tras su tramitación parlamentaria, derivó en la reciente aprobación de la Ley de Memoria Democrática. En la votación plenaria del Congreso de los Diputado, cámara principal del bicameralismo asimétrico español, la Ley obtuvo 173 síes, 159 noes y 14 abstenciones, destacando el rechazo de las tres grandes fuerzas de las derechas (Partido Popular, VOX y Ciudadanos). No en vano, el Partido Popular, principal partido de la oposición, ha advertido de que derogará la Ley si goza de mayoría parlamentarias tras las próximas elecciones generales (noviembre de 2023).
En cualquier caso, al margen de las vicisitudes políticas, alimentadas por un ecosistema mediático proclive a la visceralidad, la Ley de Memoria Democrática constituye una norma cabal, orientada por los principios del Derecho internacional de los derechos humanos y plenamente compatible con los valores constitucionales. Es también una norma técnicamente aceptable, más extensa que su predecesora (la Ley de Memoria Histórica de 2007) y con una razonable estructura sistemática (66 artículos repartidos en un título preliminar, cuatro títulos —dedicados a las víctimas, las políticas de memoria, el movimiento memorialista y el régimen sancionador—, amén de numerosas disposiciones adicionales y finales).
Conforme a lo expuesto en su preámbulo, la Ley de Memoria Democrática tiene dos grandes objetivos: por un lado, promover el conocimiento de los periodos democráticos de la historia de España y de quienes los hicieron posible; por otro, preservar la memoria de las víctimas de la guerra y la dictadura franquista a partir de los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. A tenor de los antecedentes y el contexto anteriormente aludidos, cabe deducir que, en puridad, esta Ley pretende en última instancia imprimir un impulso político a la memoria democrática y paliar las insuficiencias de la Ley de 2007, puestas de manifiesto por diversos organismos internacionales.
Las líneas de actuación más relevantes de la Ley de Memoria Democrática se comprenden mejor en relación con su ley predecesora. Así, cabe destacar la profundización en el reconocimiento a las víctimas. Si la Ley de 2007 declaró la ilegitimidad de los tribunales constituidos durante la guerra civil y las condenas impuestas durante la guerra y la dictadura por motivos políticos o ideológicos, la nueva Ley va más allá y, en su artículo 5, declara la ilegalidad e ilegitimidad de los tribunales y órganos que, a partir del golpe de 1936, se constituyeron para imponer condenas por razones políticas o ideológicas, así como la ilegitimidad y nulidad de sus resoluciones. Otra novedad en este ámbito es la creación de un registro de víctimas y la elaboración de un censo público de víctimas de la guerra y la dictadura. Sin embargo, la Ley de Memoria Democrática se muestra más bien continuista al mantener como consecuencia la obtención de una declaración simbólica de reconocimiento y reparación personal.
Asimismo, la nueva Ley contempla, de forma coherente, la implementación de una auténtica política pública memorialista. Instrumentos como el Plan de Memoria Democrática, de carácter cuatrianual, y herramientas organizativas como el Consejo Territorial de Memoria Democrática o el Consejo de la Memoria Democrática, entre otras, permitirán diseñar, ejecutar y evaluar una política integral de memoria democrática de manera participativa, coordinada con las distintas Administraciones y sostenida en el tiempo.
En cuanto a la explícita recepción que hace la Ley de Memoria Democrática de los principios de verdad, justicia, reparación y no repetición, el grado de realización es desigual. El derecho a la verdad sí ha sido reforzado en tanto que la Administración ahora asume el deber de búsqueda de las personas desaparecidas, con garantías como la creación del Banco Estatal de ADN de Víctimas de la Guerra y la Dictadura.
El principio de justicia no goza de una efectiva realización, ya que la atinada creación de un Fiscal de Sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática no se ve acompañada de un refuerzo real de la tutela judicial efectiva, y sigue sin modificarse la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía, que opera de facto como una ley de punto final. Sin perjuicio de algunos avances, tampoco el principio de reparación goza de garantías efectivas, como evidencia la disposición adicional decimoquinta, que remite a un futuro estudio de recomendaciones sobre las medidas de reparación económica. Sí se incrementan las medidas y garantías de no repetición, en particular por lo que respecta a la retirada de símbolos, elementos y reconocimientos contrarios a la memoria democrática, así como a la creación de lugares de memoria democrática.
Con carácter general, además, la Ley de Memoria Democrática incorpora un régimen sancionador a modo de garantía de cumplimiento, que puede considerarse bien definido, como no puede ser de otra manera a tenor de su inserción en un modelo de democracia no militante.
La Ley de Memoria Democrática ha tenido un gran impacto social en sus primeros días de vigencia, en buena medida a raíz de la consecuente exhumación de los restos del general genocida Queipo de Llano de la basílica de la Macarena de Sevilla. Con todo, la ausencia de mecanismos de financiación y la falta de consenso, que podría provocar su derogación en caso de alternancia política, son factores que ponen en cuestión la eficacia de la Ley en el largo plazo.
A pesar de que la Ley no ha colmado las expectativas del movimiento memorialista, sí puede interpretarse como un sólido avance, aun no definitivo, para la protección de las víctimas y, sobre todo, para la articulación de una política integral de memoria democrática orientada a la convivencia democrática y a la profundización de los valores constitucionales. Al mismo tiempo, la ausencia de consenso sobre una iniciativa de mínimos democráticos revela la fragilidad de las bases fundantes del sistema constitucional de 1978 en un contexto internacional en el que las democracias se encuentran amenazadas. Ni siquiera esta opinión final puede considerarse hegemónica en la comunidad jurídica española, poco dada a abrazar la memoria democrática.