Colombia y sus cien años de soledad
“Los inventores de fábulas, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía, donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.” (Gabriel Garcia Márquez, Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Estocolmo, 1982)
En el 2021 se cumplen 30 años de la creación de nuestra Constitución vigente, pero también es el año del mayor levantamiento social de nuestra historia reciente y es la historia la que nos permite entender lo que está pasando en Colombia. Nuestro país tiene el conflicto armado no resuelto más antiguo del hemisferio occidental. Mientras terminaba la Guerra Fría las guerrillas colombianas encontraron otra forma de financiación en el narcotráfico y desde entonces es éste el que alimenta nuestro conflicto armando, con actores adicionales como los paramilitares y la delincuencia común.
En la década del 90ª mientras las guerrillas se fortalecían aumentaron sus excesos y abusos contra los colombianos, delitos como el secuestro, la extorción, homicidios, reclutamientos de menores entre muchos otros. Se convirtieron en el pan de cada día. El poder de las guerrillas creció, pero también su rechazo social, eso ayudó a construir un discurso marcado por el miedo y la renuncia de los colombianos a reclamar los más mínimos derechos. Durante años en Colombia estuvo mal visto salir a protestar, exigir oportunidades o pedir justicia social, quienes lo hacía eran acusados de guerrilleros. Bien lo dice Alejandro Jodorowsky: “Los pájaros nacidos en jaula creen que volar es una enfermedad”. Esa frase nos representa bien a los colombianos, al menos a los que nacimos en el siglo XX.
En el siglo pasado hubo hombres y mujeres que sí lucharon por nuestros derechos, pero muchos fueron asesinados y/o desaparecidos mientras una sociedad traumada los olvidaba. El miedo a las guerrillas sirvió como excusa para justificar los excesos de la fuerza del Estado, los privilegios de las elites y el surgimiento del paramilitarismo. Mientras hubiera guerrilla no había lugar para pedir justicia social, oportunidades o igualdad. Un estado constante de zozobra ha justificado tener el ejército más numeroso de la región en relación con el número de habitantes y que gran parte de nuestro PIB se vaya a mantener la guerra.
Desde hace 30 años la lucha contra las guerrillas en Colombia ha estado en el centro de los debates electorales y la extrema derecha encontró en ellas la manera de justificar sus excesos y sus abusos. Temas como la educación, la salud y la inversión social se convirtieron en asuntos menores frente al propósito de acabar con la insurgencia y quien pensara diferente era catalogado de enemigo del Estado, un guerrillero más. Con el paso del tiempo la sociedad colombiana se hizo más indolente frente a los temas sociales y más tolerante con el actuar abusivo de la extrema derecha.
Las FARC-EP eran necesarias para el discurso del odio. Continuar con la guerra era rentable para los sectores más conservadores del establecimiento. La extrema derecha colombiana necesita a la guerrilla para justificarse a sí misma. Por eso cuando se llegó a un acuerdo de paz entre el Estado colombiano liderado por el entonces Presidente Juan Manuel Santos, surgieron muchos contradictores que a la hora de la refrendación mediante un plebiscito celebrado el 2 de octubre de 2016 lograron la victoria del NO. Hubo quienes dijeron que Colombia se iba a convertir en Venezuela o que se le había entregado el Estado a la guerrilla y de nuevo se sembró miedo en los colombianos. Con una diferencia de 54 mil votos los defensores del NO obtuvieron el 50.21% de la totalidad de los votos y quienes votaron por el SI el 49.78%. Unos meses después el partido Centro Democrático con un discurso contrario al acuerdo de paz también ganó las elecciones presidenciales con su candidato Iván Duque Márquez.
Las razones para luchar no son nuevas, son las mismas que las de hace 30 años, pero sí son tiempos diferentes. Hay nuevos luchadores que acompañan a los de siempre: a los indígenas, los sindicalistas, los defensores de derechos humanos. Los nuevos son los hijos del Siglo XXI. No tienen el miedo con el que educaron a los que nacimos en el siglo pasado. No ven los canales de televisión que pertenecen a los grupos económicos y que solo pretenden preservar el statu quo. Están conectados a redes sociales y tienen en sus bolsillos una cámara de video para dejar constancia de una vieja alianza entre policías y paramilitares hecha para que con sangre y fuego se conserven los privilegios de las elites regionales. Los abusos de la fuerzas estatales y paraestatales no son nuevas, pero evidenciarlas en tiempo real sí.
Hoy somos 50 millones de colombianos, de los cuales el 42.5% es pobre y de estos el 15.1% es extremadamente pobre. Según el Departamento Nacional de Estadística (DANE) se es pobre si se gana menos de 70 euros al mes por persona y extremadamente pobre si se devenga menos de 32 euros mensuales. Teniendo en cuenta la anterior información que en un año los pobres hayan aumentado 3 millones para un total de 21 millones es un dato dramático que debería tener en alerta humanitaria a cualquier sociedad. Pero eso en Colombia no sucedió, pues el manejo de la pandemia ha sido un desastre con medidas económicas conservadoras, ayudas que llegaron especialmente a las grandes empresas y una propuesta de reforma tributaria que afectaba a las clases baja y media al proponer Impuesto de Valor Agregado (IVA) del 19% para la gasolina, productos de la canasta familiar, servicios públicos, internet, entre muchos otros.
El 21 de noviembre de 2019 ya había habido un paro nacional que reunió en las calles a millones de colombianos, pero sus alcances su vieron truncados con la llegada de la pandemia. El 28 de abril de 2021 mientras el país pasaba por la tercera ola de contagios, vivía su peor momento en número de muertes por Covid19 y las autoridades nacionales, departamentales y municipales prohibían las manifestaciones públicas con el argumento de evitar que se convirtieran en focos de contagio, miles de colombianos, especialmente jóvenes salieron a las calles a protestar, evidenciado que era mayor la inconformidad con el Gobierno que el miedo al virus.
La mayoría de las marchas han sido pacíficas, en algunos casos se han presentado desmanes que pueden ser ocasionados por sectores de la sociedad que están con hambre, pero también por individuos infiltrados. Mientras tanto el Gobierno Nacional, las elites regionales, los medios de comunicación tradicionales, la extrema derecha, entre otros, han buscado deslegitimar la protesta social, acudiendo al desprestigio de los marchantes, hay que recordar que durante mucho tiempo en Colombia estuvo mal visto reclamar derechos. Se les ha querido vincular con la guerrilla, en un país que como se dijo antes, con la excusa de la lucha contra las guerrillas se han cometido muchos abusos.
En dos semanas de protestas el Gobierno Nacional ha hecho uso de una fuerza desproporcionada en contra de los manifestantes. Las imagines de policías disparando armas de fuego a la multitud o tanquetas lanzando cohetes le han dado la vuelta al mundo. La defensoría del Pueblo afirma que son más de 40 los muertos durante las manifestaciones de inconformidad social y cientos los desaparecidos. Pero quienes tienen miedo a perder sus privilegios están acudiendo a viejos mecanismos de disuasión muy presentes en la historia de Colombia, es el caso del uso de civiles armados, encargados de hacer el trabajo sucio de los privilegiados como amenazar, lesionar, desplazar, torturar y asesinar. Ahora los manifestantes están siendo víctimas de los ataques de los paramilitares.
Hoy los jóvenes colombianos están luchando por una segunda oportunidad, para que cesen por fin los muchos años de exclusión, injusticia y miedo que han marcado la historia del país, que pueda construirse como dijo García Márquez nuestra utopía de sociedad. El mundo tiene la obligación de poner sus ojos en lo que está pasando en Colombia y exigirle al Gobierno renunciar a la represión y garantizar la vida de los manifestantes, que deben ser protegidos de las fuerzas estatales y las paraestatales y sí el mundo no lo hace, nos habrán condenado a otros cien años de soledad.